Paseo extramuros de La Habana. Pintura de Miahle, 1958. |
Título original: "Con
la prensa independiente"
(Publicado
en Diario 2001, Caracas, lunes 12 de mayo de 2003)
por Ángel Cristóbal
La
noche anterior a mi viaje a La Habana no pude conciliar el sueño por
los nervios; era mi primer trabajo como miembro de una agencia de
prensa cubana independiente y tenía que llevar a la capital las
crónicas, las denuncias y noticias redactadas por nuestro grupo de
periodistas disidentes en la provincia de Villaclara.
Sabía
que si la policía o algún agente de la seguridad del Estado me
detenía y ocupaba aquellos papeles, lo mínimo que me esperaba
serían 6 meses de prisión. Así que, lo único que se me ocurrió
fue doblar bien las hojas mecanografiadas en una vieja Underwood y
esconderlas en el doble forro de mi chaqueta blues-jeans.
A
las 3:30 de la madrugada llegó a la bella estación de Santa Clara,
proveniente de Ciego de Ávila, el tren nro. 3 con destino a La
Habana. Para quienes no conocen este medio de transporte en la isla,
les diré que me esperaban casi 10 horas de incómodo viaje, en
aquellos vagones oscuros, donde la gente procedente del oriente del
país viaja con la única comodidad de un asiento, sedientos y
hambriento. Un aire frío y cortante entraba por las ventanillas
rotas; frío que se hizo más insoportable cuando una pareja de
agentes policiales se dirigió directamente a mí y alumbrándome el
rostro con una linterna me pidió el carné de identidad.
Mientras
uno revisaba detenidamente el documento, el otro dirigía el haz de
luz a mis ojos al tiempo que preguntaba: “Ciudadano, ¿qué va a
hacer usted en La Habana?, ¿dónde trabaja?, ¿lleva equipaje?,
¿dónde se va a hospedar?
En
Cuba, la policía llama “ciudadano” a todos los cubanos por
igual, y sólo le dará un tratamiento de “compañero”, una vez
que compruebe el “estatus revolucionario” de la persona que es
objeto de pesquisa. Así que cuando les dije que trabajaba en la
Iglesia Católica me devolvieron el carné con un seco “¡continúe
ciudadano!”, y me salvé de que revisaran mi abrigo atestado de
crónicas disidentes.
Tras
largas horas de viaje, de innumerables paradas y de ceder la vía a
por lo menos a 5 trenes de carga, llegamos exhaustos a la Estación
Central de La Habana. Había policías por los andenes revisando los
bultos de los pasajeros y solicitándoles nuevamente la
identificación personal. Sin embargo, no tuve que presentar la mía,
pues los policías habaneros, racistas en extremo, al ver mi
fisonomía europea (de la que ya escribimos en la crónica “Las
apariencias engañan”), me ignoraron y traspasé sin problemas la
reja principal de la estación. Antes de salir del magnífico
edificio construido a mediados del siglo XIX, muy cerca de las ruinas
de la muralla de La Habana, me dirigí al salón donde permanece la
primera locomotora que circuló en Cuba, en el trayecto
Habana-Bejucal.
Ya
en la calle, se me acercaron taxistas, conductores de bici taxis,
vendedores de chuchería, vendedores de dólares y hasta algún niño
pidiéndome una moneda. Toda esta “cubanería” sobrevive cerca de
los lugares por donde se mueven los turistas y donde exista la
posibilidad de ganarse un dólar. Pero, ¿cómo podía convencerlos
yo de que era un paisano como ellos y no un “yuma”? En primer
lugar, no me lo creerían y en segundo lugar, si me confesaba cubano
ponía en peligro la razón de mi viaje y mi propia seguridad.
Así
que salí de la zona lo más rápido posible. No podía ir en
bicitaxi porque el bicicletero me pedía 5 dólares hasta mi destino,
y los pocos buses públicos pasaban atestados. No me quedó otra
opción que devorar las calles de la Habana Vieja, una tras otra,
largas, muy largas avenidas habaneras, hasta llegar a Peñalver, en
el municipio Centro Habana, como a 10 kilómetros de distancia de la
estación de trenes.
Allí,
en un viejo edificio de apartamentos, tenía su modesta casa el
poeta, periodista cubano, Raúl Rivero. Me percaté que las dos
esquinas de la calle Peñalver estaban rodeadas por carros
policiales. Pasé entre ellos desapercibido, localicé el edificio,
subí las escaleras y me encontré el apartamento con la puerta
abierta, como a la espera de alguien. Adentro, sentado en una
mecedora , cerca del balcón, estaba Rivero. Me saludó con un
afectuoso abrazo y con voz profunda de poeta me invitó a sentarme a
su lado. “¡Hermano, te dejaron pasar, ¿cómo hiciste?”, me
preguntó Raúl. “¡Nada, no hice nada, sólo los ignoré como
hacen los turistas!”, le expresé. “¡Coño, verdad que tú
pareces alemán o canadiense!”.
Nos
tomamos una rica taza de “café mezclado” -lo único que había
caído en mi estómago desde la noche anterior-, y le entregué las
notas de mis compañeros y las mías.
Rivero
las leyó emocionado, a intervalos sonreía, hacía acotaciones, me
preguntaba por la vida de algún periodista y seguía leyendo con
interés. Nunca vi a nadie leer con tanto respeto aquellas noticias,
poemas, reportajes, relatos y por supuesto denuncias de violaciones
de derechos humanos y de abusos cometidos por las autoridades. Eran
los escritos de profesionales sin empleo, de escritores a quienes no
se les permitía publicar: no eramos mercenarios de la palabra como
se nos ha querido hacer ver internacionalmente.
Cuando
Raúl Rivero terminó su lectura, tomó el teléfono, llamó a un
número y empezó a releer las cuartillas. Al otro lado de la línea,
alguien se encargaba de grabar para posteriormente transcribir los
textos que más tarde pasarían a las páginas de algún diario. De
esa manera sencilla pero efectiva, la opinión pública internacional
se enteraba entonces (en pleno Periodo Especial) de la realidad
cubana de aquellos días; de esa realidad que a pesar del tiempo
transcurrido aún no sale publicada en los diarios oficiales cubanos.
En
contradicción con el pensamiento martiano, de que todo hombre tiene
el derecho a expresar y escribir lo que piensa, el periodista
independiente -como cualquier tipo de disidente siempre indeseado por
las revoluciones totalitarias-, es una persona “non grata” para
el proceso cubano: tan solo porque es alguien que disiente de una
política. Es como una herida abierta que no sana, una amenaza a
pesar de que su única arma es una vieja máquina de escribir que te
prestan o heredas de alguien. El periodista independiente no tiene
papel para escribir, no posee cámara fotográfica ni de video; menos
aún computadora, ni acceso a Internet, ni servicio de cables, ni
cobertura de los medios. Y por si fuera poco, lo que hace, es decir
escribir sobre lo que le rodea, es delito que se paga con varios años
de prisión...
Dos
décadas después de los hechos aquí narrados, la tecnología ha
abreviado el camino. Las redes sociales, los blogs, el uso de smart
phones, de tabletas, laptos y un mayor acceso a Internet permite a
los periodistas de hoy, -y a quienes ni siquiera lo son-, hacer su
trabajo cómodamente, tomar fotos, videos, etc., y enviarlas al
momento sin riesgos mayores: gozan de mayor difusión y disfrutan de
premios o reconocimiento mundial que nosotros sólo podíamos soñar
en los 90. Pero esto es posible hoy gracias a la valiente labor de
aquellos, mis hermanos periodistas independientes que sufrieron
prisión o fueron perseguidos, y tras dejar atrás su patria amada,
diluyen sus vidas en el triste anonimato del exilio forzoso mientras
otros se llevaron sus anhelos.
Nota del autor: Este relato forma parte del libro "Crónicas de un pilongo".
Autor: Ángel Cristóbal. Editorial Letras Latinas, 2015.