Por Ángel Cristóbal
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El quitrín. Obra de Miahle. 1859 |
Los grabados de Patricio Landaluce
A
principios del siglo pasado, mis abuelos paternos y maternos siendo muy jóvenes
viajaron desde Asturias (España) e Isla Canarias, a Cuba. Se asentaron muy
cerca de Palma Soriano, en la antigua provincia de Oriente, lugar donde
nacieron mi padre y mi madre, ellos engendraron cuatro hijos: dos varones y una
hembra nacidos en la tierra oriental, y un cuarto varón que vio la luz por
primera vez, en Santa Clara. Nuestra fisonomía en nada encajaba con el modelo
típico del cubano; éramos pelirrojos, blancos como la leche y llenos de pecas,
algo que en mi caso me ocasionó muchas burlas y no pocas peleas con mis
compañeros de la escuela primaria.
Al
pasar el tiempo y siendo ya un estudiante universitario, mi cabello rojo largo
ondulado, una barbita hirsuta del mismo color, cuerpo delgado y vestido siempre
en blue jeans, pullovers y tenis deportivos; así como mi carácter reservado e
introvertido me convirtieron en un cubano tan atípico que los nacionales me confundían
con los turistas extranjeros: canadienses, alemanes, y hasta rusos e italianos
que visitaban la isla sobre todo en diciembre, buscando el calor del trópico
cuando en el norte arrecia el frío. Esta confusión involuntaria me convirtió en
protagonista de situaciones simpáticas, a veces absurdas y en ocasiones
incómodas como las que narro en este relato.
Casi todo
“buen cubano” se jacta de ser bromista, locuaz, dueño de un lenguaje popular
que acompaña de gestos y expresiones de simpatía; bebedor de ron y de café;
bailador de salsa y casino; amante del béisbol y del dominó; y gran degustador,
por supuesto, del arroz con frijoles negros (congrí), sin olvidar la carne de cerdo en todas sus expresiones culinarias.
El
carnaval, los velorios, las visitas dominicales, la religiosidad popular y el
amor familiar forman el segundo bloque de prioridades. Y un tercero –que llamo
el bloque de la nostalgia-, destaca por una extraña obsesión por las cosas,
costumbres y momentos del pasado -aún cuando no las haya vivido. Sobre todo
cuando sale del país para radicarse en otro, el cubano nostálgico vive en una
eterna remembranza que lo obliga siempre a mirar atrás: visitar la casa y el
barrio donde vivió, investiga y archiva fotos en sepia o blanco y negro de
artistas, locutores, programas de radio y televisión; ¡escucha el bolero que
jamás cantó en Cuba! En fin, se huye de la isla pero jamás se rompe ese cordón
umbilical, en afán de mirar atrás para apresar el tiempo que pasó.
Así,
someramente, salvando detalles y distancias, sin caer en nacionalismos y
chovinismos, se podría entonces arribar a la descripción de un falso cubano
típico, mestizo y a la vez inconsciente de ese mestizaje; a quien ironizó el
pintor de escenas costumbristas Patricio Landaluce en aquellos grabados hermosos,
muchos impresos en las tapas de las cajas de tabaco del siglo XIX, en los
cuales inmortalizó a un criollo incapaz de pensar.
Conscientemente
nunca me dejé encasillar en esa “cubanía” que nos convertía en seres ineptos
para disfrutar de la libertad, la soberanía y la dignidad que nos toca por
derecho. Porque, si en época del colonialismo español -según retrataron las
pinturas de Miahle, Landaluce, Laplante, y la obra costumbrista Cecilia Valdés de
Cirilo Villaverde-, cuando el lector de tabaquería les leía capítulos de Los
Miserables, de Víctor Hugo, a los obreros, aquéllos se dormían; medio siglo
después, durante la República, buena parte del pueblo cubano dormitó también
bajo los efectos de las novelas jaboneras que trasmitían la radio y posteriormente
la televisión cubana. Pero más de un siglo después, volvió a dormir con el
resurgir de aquellos folletines decimonónicos en forma de telenovelas de
factura internacional o nacional: ¡La esclava Isaura!, ¡Sol de batey!
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Tipos cubanos. Patricio Landaluce, 1853 |
Luna de miel en Varadero
Cuando
Felicia y yo nos casamos el 9 de octubre de 1982, todavía ese año las parejas
de recién casados podían alojarse en los hoteles destinados al turismo
internacional. Nosotros escogimos Los Delfines, en la ciudad balneario de
Varadero para pasar nuestra luna de miel. Cuando arribamos a este bello motel
que es muy buscado por los turistas canadienses, comenzaron los percances: la
carpetera de turno, al ver mi apariencia, me pidió el pasaporte de turista
internacional en vez de solicitarme el carné de identidad nacional. Felicia,
tan afable como ha sido siempre, le corrigió sonriente la equivocación, pero la
muchacha pensó que era una mentira de mi cónyuge para tratar de evadir el pago
en dólares de la habitación. Se formó una discusión y nos pasaron a la oficina
del gerente del hotel, quien resolvió el equívoco luego de comparar
exhaustivamente mi rostro con la foto en blanco y negro del carné de identidad
de entonces, que no cabía en los bolsillos de camisa alguna.
Llegada
la noche, nos fuimos a cenar a la Casa Dupont, cede de un restaurante situado
casi al extremo de la península de Hicacos. Luego de algunas bebidas y una cena
en la cual degustamos el famoso coctel de colas de langosta, salimos a tomar un
taxi. Se nos acercó entonces una pareja de policías que nos pidió
identificarnos, y al ver aquellos nuestras cédulas de identidad cubana no la
devolvieron, sino que nos acusaron de ser “jineteros” y nos condujeron en una
patrulla hasta la terminal de ómnibus de Varadero: para “destarrarnos” a Santa
Clara. Rodando por la autopista sur de
la playa, les explicamos que éramos recién casados… ellos se excusaron y se
brindaron para llevarnos de vuelta al hotel.
Al
día siguiente me acomodé en el típico bar construido a pocos metros de la
blanca arena, mientras mi mujer se bañaba en el trasparente mar. Inmediatamente
se me acercó un barman, me preguntó en idioma francés qué iba a tomar y le respondí
que deseaba una fría cerveza. La trajo acompañada de bocadillos y pasa palos. “¡C’est
une cortesie de la maison!”, dijo el hombre quien siempre sonreía, como esos
locutores de televisión que se quedan congelados en espera de que cambien la cámara
para dar paso a comerciales. Al fin, me preguntó nuevamente en francés si yo
era canadiense. ¡No hermano –le dije en buen español de Cuba-, soy cubano, de
Santa Clara! Fue como si le mentara la
madre, se le borró la sonrisa, recogió el pasa palo, los bocadillos, y me
reprochó: ¡Coño ahora tengo que pagar la cerveza de mis propinas en divisas! Al
poco rato me explicó que a los turistas nacionales no se les podía vender
cervezas, ¡sólo a los extranjeros!
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El lector de tabaquería, La Habana, 1906 |
Extranjero en La Habana
Ahora
que el tiempo ha pasado y cambiado tanto el entorno cubano, me resulta más
incómoda aquella involuntaria atipicidad. No puedo olvidar, cuando caminaba las
barriadas semidestruidas de Centro Habana y el casco histórico de la Habana
Vieja, cómo me perseguían niños limosneros para pedirme una monedita, o veía a
discapacitados y débiles visuales portando estatuillas de San Lázaro, sentados
sobre cartones, pidiendo limosna -¡cuántas monedas quise tener para compartir
con mis paisanos quienes veían en mí a un extranjero salvador!
Repasé
una y cien veces la arquitectura evocadora de los portales de la calle Reina, donde
improvisados tenedores de libros trataron de venderme en dólares el Diario del Che
en Bolivia o la Historia me absolverá. Encontré a decenas de ancianos
hambrientos, sucios, barbudos, orinados y defecados en su propia humanidad;
compartí una pizza con una mujer lazarilla que no comía desde el día anterior y
que caminaba sin rumbo fijo llevando a su hijo ciego: jamás he visto a Cristo
tan presente como cuando aquellos infelices rieron contentos de recibir mi trozo
de pan.
Abrumado
me senté en un banco de mármol del parque Central de La Habana para tomar un
respiro, estaba cerca de la histórica acera del Louvre -con su café El Louvre, donde
Martí pronunció su discurso “Honrar, honra”-, y del Hotel Inglaterra que hospedó
a Antonio Maceo, cuando se me acercó un señor que insistía en venderme por un
dólar un ejemplar del periódico Granma. Otra señora intentó cambiarme una
moneda de 3 pesos –de las que tienen impresas el rostro de Che Guevara-, por su
equivalente en dólares. Y el colmo fue cuando un proxeneta, en un inglés de
primer semestre de escuela de idiomas, quiso alquilarme su “jinetera”: tuve que
huir “espantado de todo” a refugiarme en las tiendas cercanas; pero en todas
partes era igual. Porque La Habana se desploma junto con sus habitantes, los mismos
que cuelgan sus sábanas blancas en los balcones –como dice la canción de
Gerardo Alfonso- símbolo de la cubanía contemporánea donde las carencias de espíritu
compiten con las carencias materiales. Esa es la triste verdad de las falsas
apariencias.
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La Habana, 2015 |